Cuando llegué a su casa había cuatro adolescentes instalados por toda la sala con mantas en el suelo, como si fuese un dormitorio general o estuviesen acampando, dos trían el torso desnudo. Alcancé a notar, en uno de ellos, una cicatriz como de operación en el bajo abdomen. Eran flacos y morenos, no les tomé importancia y continuamos platicando, me senté en el sillón de costumbre mientras escuchaba con atención lo que ella me decía pero en realidad estaba más atento a lo que los extraños adolescentes hacían. Nunca me había mencionado nada de ellos, pero actuaba como si yo lo supiera y ella les daba órdenes simples como: Juan Manuel danos permiso de estar aquí o Rodrigo lleva ese vaso a la cocina. Noté que no eran familiares, aunque los trataba con familiaridad maternal, sus facciones físicas eran diferentes a las de ella pues era gordita y de piel muy blanca.
Tengo mucho tiempo de conocerla, casi diez años, alguna vez me vi seducido por la simetría de rostro y la palidez de su piel. Recuerdo sus largas piernas de textura y color tan uniforme que parecían pintadas. Sus pequeños senos estaban coronados por un puñado de pecas que invitaban a bajar la blusa y descubrir si llegaban hasta la piel alrededor de los pezones. Pero estas imágenes se turbaban al llegar a la redondez de su cintura que se extendía por todo su cuerpo, desde su entrepierna y sus nalgas hasta su espalda y su pecho. Creo que como a mí, eso desanimaba a muchos hombres, pues al final de cuentas las formas son lo primero que nos atrae y lo que más recordamos.
La quiero mucho y he llegado a desearla, pero me detiene el sentimiento de culpa anticipado, al creer que le puedo hacer daño con mis amores venenosos. Pero ese día surgió una enorme duda de cuál amor sería más venenoso, si el mío o el de ella, pues tenía un presentimiento acerca de los jovenzuelos. Tuve miedo de insinuar algo sobre nuestros posibles amoríos y preferí indagar sobre los adolescentes. Los años y los momentos vividos me daban la autoridad tácita para preguntar abiertamente sobre los chicos que deambulaban es su casa, me tardé un poco en decidirme pero al final se lo pregunté. Me dijo que eran chicos que encontraba en la calle y les invitaba un café para platicar sobre su vida, después, si le interesaban, los invitaba a pasar una temporada en su casa, que por cierto estaba en una de las mejores zonas de la ciudad, cosa que a los chicos les fascinaba pues en apariencia mejoraba su vida y su estatus. Mientras me platicaba esto, tres de los chicos, después de recoger sus respectivas mantas, salieron al jardín y se quedó con la manta tendida el de la cicatriz en el vientre que parecía ser el preferido por ella.
Estaba un poco sorprendido por esa actitud de mi amiga, pues no la imaginaba haciendo ese tipo de cosas, es decir, cambiar placer sexual por comodidades primordiales como alimento y techo, pero a ella parecía no importarle mi opinión, me daba la impresión de que trataba de disfrazar la situación como un acto de caridad, de esos que acostumbran los religiosos adinerados. De pronto bajó un muchacho de presencia menos escuálida, de piel más clara y facciones agradables, vestía una playera sin magas que dejaba desnudos sus brazos de músculos suavemente definidos. Fue por una botella de vino a un pequeño almacén que estaba en la sala. La interrogué con la mirada y me dijo que “ese” era de su hermana.
Algo no le agradó y me invitó a salir por un café. Nos levantamos de la sala y fuimos a la cochera por el auto, el jovenzuelo de la cicatriz se levantó apresurado y se puso una playera similar a la del otro muchacho, pero esta dejaba desnudos los huesudos brazos del chico, que para mi sorpresa se subió con nosotros al automóvil. No había luz, la puerta mecánica no funcionaba y ella se bajó a abrirla manualmente, sacó el vehículo y nuevamente se bajó a cerrarla, nos quedamos el mozalbete y yo en el auto que estaba emparejado con otro estacionado, un auto nuevo, de lujo, de esos que era común ver en la zona. En la ventanilla del otro automóvil se reflejaba el nuestro y la imagen de uno de esos jovenzuelos mirando por la ventanilla, pero no era el de la cicatriz en el vientre ni ninguno de los otros tres, era otro. Ella se subió, me sonrió y arrancó, me distraje mirando las casas de la zona pensando en el reflejo que acababa de ver en la ventanilla del automóvil estacionado. No quería voltear a verla, tampoco quería ver mis brazos, tenía miedo de descubrir que también traía una playera sin mangas.
Tengo mucho tiempo de conocerla, casi diez años, alguna vez me vi seducido por la simetría de rostro y la palidez de su piel. Recuerdo sus largas piernas de textura y color tan uniforme que parecían pintadas. Sus pequeños senos estaban coronados por un puñado de pecas que invitaban a bajar la blusa y descubrir si llegaban hasta la piel alrededor de los pezones. Pero estas imágenes se turbaban al llegar a la redondez de su cintura que se extendía por todo su cuerpo, desde su entrepierna y sus nalgas hasta su espalda y su pecho. Creo que como a mí, eso desanimaba a muchos hombres, pues al final de cuentas las formas son lo primero que nos atrae y lo que más recordamos.
La quiero mucho y he llegado a desearla, pero me detiene el sentimiento de culpa anticipado, al creer que le puedo hacer daño con mis amores venenosos. Pero ese día surgió una enorme duda de cuál amor sería más venenoso, si el mío o el de ella, pues tenía un presentimiento acerca de los jovenzuelos. Tuve miedo de insinuar algo sobre nuestros posibles amoríos y preferí indagar sobre los adolescentes. Los años y los momentos vividos me daban la autoridad tácita para preguntar abiertamente sobre los chicos que deambulaban es su casa, me tardé un poco en decidirme pero al final se lo pregunté. Me dijo que eran chicos que encontraba en la calle y les invitaba un café para platicar sobre su vida, después, si le interesaban, los invitaba a pasar una temporada en su casa, que por cierto estaba en una de las mejores zonas de la ciudad, cosa que a los chicos les fascinaba pues en apariencia mejoraba su vida y su estatus. Mientras me platicaba esto, tres de los chicos, después de recoger sus respectivas mantas, salieron al jardín y se quedó con la manta tendida el de la cicatriz en el vientre que parecía ser el preferido por ella.
Estaba un poco sorprendido por esa actitud de mi amiga, pues no la imaginaba haciendo ese tipo de cosas, es decir, cambiar placer sexual por comodidades primordiales como alimento y techo, pero a ella parecía no importarle mi opinión, me daba la impresión de que trataba de disfrazar la situación como un acto de caridad, de esos que acostumbran los religiosos adinerados. De pronto bajó un muchacho de presencia menos escuálida, de piel más clara y facciones agradables, vestía una playera sin magas que dejaba desnudos sus brazos de músculos suavemente definidos. Fue por una botella de vino a un pequeño almacén que estaba en la sala. La interrogué con la mirada y me dijo que “ese” era de su hermana.
Algo no le agradó y me invitó a salir por un café. Nos levantamos de la sala y fuimos a la cochera por el auto, el jovenzuelo de la cicatriz se levantó apresurado y se puso una playera similar a la del otro muchacho, pero esta dejaba desnudos los huesudos brazos del chico, que para mi sorpresa se subió con nosotros al automóvil. No había luz, la puerta mecánica no funcionaba y ella se bajó a abrirla manualmente, sacó el vehículo y nuevamente se bajó a cerrarla, nos quedamos el mozalbete y yo en el auto que estaba emparejado con otro estacionado, un auto nuevo, de lujo, de esos que era común ver en la zona. En la ventanilla del otro automóvil se reflejaba el nuestro y la imagen de uno de esos jovenzuelos mirando por la ventanilla, pero no era el de la cicatriz en el vientre ni ninguno de los otros tres, era otro. Ella se subió, me sonrió y arrancó, me distraje mirando las casas de la zona pensando en el reflejo que acababa de ver en la ventanilla del automóvil estacionado. No quería voltear a verla, tampoco quería ver mis brazos, tenía miedo de descubrir que también traía una playera sin mangas.
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