Bueno, miré mi cabello más largo de lo
normal y llegué a la conclusión, después de un minucioso análisis estético,
restarle longitud, pues me parecía una imagen antiestética. Y decidí ir a la
estética.
-
¡Don Rubén, buenos días!
-
Buenos días amigo. Pásale, de
una vez… -
Don Rubén, es un hombre de unos cuarenta
años, su vida y trabajo es la peluqueada. Irónicamente, está casi calvo, tiene
un sentido del humor muy peculiar y fama de puñal. En la estética gana
sus buenos centavos, pero eso no es suficiente para sus exigencias económicas y
hace trabajos a domicilio, además de vender shampoos y todo tipo de jabones
para el cuidado y la caída del cabello.
-
¿Cómo te lo corto amigo?
-
¿Qué pasó Don Rubén?
-
¡Oh pues!, El pelo… –
Ya tenía idea del corte que buscaba, se
me ocurrió durante la madrugada en un análisis vanidoso.
-
De las orillas desvanecido,
de arriba un pequeño despunte y en la nuca redondo, por favor –
-
Sale – dijo don Rubén
Después de un par de tijeretazos comenzó la plática:
Hace bastante tiempo que lo conocía y éramos buenísimos amigos ese
cuate y yo, el trabajaba como chofer de autobuses de pasajeros, y pues ganaba
su buena lana, suficiente como para comprarse un “pericazo” y andar bien buzo
en eso de la manejada, tenía su esposa y dos hijos, un chavito y una chavita,
por cierto rechula la condenada. Tenía un amigo que siempre le hacía el jale y
todos lo sábados se echaban unas buenas “líneas” entre otras cosas, a mi me
invitaba siempre, me decía: órale Rubén jálate el sábado, nos vamos a echar
unas chelas, ¿o qué? Y pus yo siempre iba.
Ellos con sus
líneas y yo con mis chelas. Claro, después de cortarle el pelo, primero la
chamba, por eso iba. Me acuerdo de la vergüenza que ya me daba con su esposa,
hasta le decía que no se pasara, que ya
parecía el compa del collar de palomitas que salía en la tele, y él me decía
que no me fijara, que su vieja no se agüitaba.
Nombre, este cuate aguantaba un chorro,
yo con mis cinco chelas ya medio pedo y él casi terminaba el cartón como si
nada, yo digo que por la cocaína. Luego se ponían bien locos y ya ni sabían
nada de nada, ni de ellos mismos, entonces yo me llevaba mis chivas y me iba a
mi casa. A veces pensaba en no volver a ir.
Durante un tiempo
iba todos los sábados, me acuerdo que su chamaquita se llamaba… Emma, sí, se
llamaba Emma, y le decía: enséñale a tu tío Rubén, enséñale tu cosita. La niña
se acercaba, se subía su faldita y se bajaba los calzoncillos. No seas cabrón,
le decía, te pasas, si es tu hija no mames. Y me respondía: sino te la vas a
coger güey, nomás la vas a ver. Y le tocaba el genital a la chavita. A poco no
esta rechula, decía.
Nomás me acuerdo de su carita inmóvil,
inexpresiva, como fuera de este mundo o al menos pretendía estarlo. La pobre
lucía tan ausente, parecía que su belleza se opacaba por momentos, así como un
cristal opacado por la incesante exposición al fuego, como grasa untada en un
reluciente espejo.
Hay veces que me
siento culpable, sí, sí lo acepto, llegó a gustarme, ¿y a quien no? Esa niña
hermosa, tierna y fresca, tan inocente la pobre. Pero claro, esto que te digo
lo pensaba cuando andaba bien borracho ¡eh! Total, opté un buen día por no
regresar y así lo hice. Después me enteré que la familia empezó con serios
problemas, más de los que tenían y mi cuate se fue al extranjero, bueno eso
dicen.
-
¿Y la chavita?
¡Ah la chavita! Pasaron varios años y no
la volví a ver hasta un día en que un cliente que vive por la Plaza del Carmen,
me llamó para que le hiciera un trabajillo, y al salir de la casa del cliente,
pues tenía que pasar por la plazuela, y ahí fue donde encontré el aroma de la
frustración, el de una flor fuera de la tierra. Un cuerpecillo pegado a la pared,
como si fuera parte de ella, con una pierna flexionada que parecía empujaba el
alma del terrible destino mortal que la ataba al muro. Me acerqué poco a poco, tenía
el rostro en dirección contraria, parecía que se cuidaba de la terrible
realidad que acechaba por ese lado, mientras descuidaba el otro, por el que yo
me acercaba. Sus cabellos rubios estaban maltratados y enredados, hasta me
dieron ganas de hacerle un tratamiento. Cuando mi mano estaba a unos cuantos
centímetros de su hombro, el instinto tan agudizado gracias a las calles, la
hizo voltear repentinamente. Me quedé paralizado y con la mano estirada
mientras ella me preguntaba: ¿tío Rubén?
7 de Marzo de 2000
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