Pasteles de lodo
La primera transformación de la cual Susana
se sintió orgullosa fue un pastel de lodo con lombrices vivas, salían de la
forma cilíndrica del pastelillo y se retorcían frenéticamente tratando de
escapar; era una pequeña obra de arte culinaria que se antojaba mirar, más que
probar, para descubrir cómo es que las lombrices no podían liberarse.
El
hombre sonriente de cuerpo delgado y lentes chistosos fue el único que se
atrevió a comer el pastelillo de Susana… y sus sopas, y su guisado de tortugas
vivas; nunca hizo gesto, siempre sonreía mientras comía y miraba el cuerpo de
la niña, la miraba con atención y con curiosidad, a veces, mientras ella
escarbaba para sacar más lodo, el hombre se echaba al piso y la miraba
fijamente, lucía gracioso y eso la hacía reír, el hombre en respuesta sonreía y
hacía posiciones aún más extrañas que ella no entendía, pero que igual le
causaban risa.
El
hombre y sus padres nunca coincidían, cuando ella jugaba sola, siempre aparecía
él, amable y sonriente. Un día, mientras hacia pasteles de lodo, el hombre
llegó con una cubeta de la más suave arcilla que ella jamás hubiera imaginado,
tan maleable que parecía plastilina y un montón de moldes pequeños con los que
podría hacer pasteles de lodo de mil formas, el hombre la invitó a su casa.
Susana
estaba tirada boca abajo moldeando nuevos pastelillos, el hombre estaba cerca,
muy cerca, tan cerca que ella tuvo que dejar la arcilla porque no pudo
concentrarse más, ese día fue el último que pudo ver a su padre a los ojos.
Los
días tenían un sopor constante que le hacían sentir la vida eterna, pero lejos
de ser una dicha era una maldición. La inmensidad del tiempo le abrumaba tanto
que su alma se apagó y perdió el brillo para siempre.
Doce años cumplía y el
hombre delgado con lentes se llamaba Hernán, ahora lo sabía, lo amaba y lo
odiaba. El día de su cumpleaños Hernán le horneó un pastel, le preparó su
comida favorita, espagueti con carne, a la boloñesa. Cuando ella entró, él ya
estaba desnudo, esperándola, sólo vestía un mandil. Después entró la policía,
ella no se sorprendió, ni se puso contenta o triste, todo era tan irrelevante
en la vida que cada día estaba más convencida que era una planta enterrada en
el lodo.
Sus
padres entraron y abrazaron la planta, se la llevaron a otra ciudad, la
reconfortaron, llegaron las terapias y los pastelillos de lodo pronto tuvieron
harina, mantequilla, huevo, sabores, frutas, leche. Postres y comida todos los
días, experimentar nuevos sabores, no podía ir a la escuela, tenía una extraña
repulsión hacia los hombres, incluso a su padre. Prefería la concina y esta
irónicamente la llevo a la escuela, ahí poco a poco fue encontrando diferentes
sabores que algunas veces la hacían sonreír.
La
tarde era ámbar, el sol ya se estaba poniendo y ella pensaba en sabores y
condimentos. Él, Hernán pensaba en sus muslos, dieciocho años, cuanto tiempo
había pasado, abrió la puerta de la camioneta suburban blanca, ella se subió,
no dijo nada, sólo se subió y saludo a Hernán.
-Hola.
-Hola Sussy, te extrañé mucho. Sabías que
vendría por ti verdad, como te le prometí.
- Si.
Le quitó la mochila
del regazo y metió sus manos por debajo de la blusa blanca, hizo a un lado el
sostén y comenzó a acariciarla frenéticamente, estaba enamorado. En ese momento su padre iba por ella a la escuela y se cruzó con la camioneta.
-Quiero que me hagas un pastel, como los
que tanto me gustan, mañana es mi cumpleaños, lo recuerdas verdad cariño.
-Si.
El
padre denunció la desaparición de su hija, algunos la habían visto subirse a la
camioneta blanca, pronto unas patrullas detuvieron el vehículo donde Hernán
desfogaba todos sus recuerdos eróticos. Abrió la ventanilla y miró al oficial
fríamente, tomó una credencial de su cartera y el policía sólo pudo ofrecerle
una disculpa al senador.
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