martes, 16 de julio de 2019

El incipit no lo es todo



Me duele el culo de estar sentado, se han terminado las uñas largas de las manos, tengo una raja de uña danzando entre la lengua y el sarro de los dientes. Mordisquear las uñas de los pies no es buena idea, de solo pensarlo me resulta asqueroso. No es lo mismo aquellos pies de niño, de olor suave y color uniforme que los pies de olor agrio y color pardo que ahora sostienen más de 100 kilos, sin mencionar la terca onicomicosis del dedo gordo.
Recuerdo que cuando esto inició los pies de niño aún existían, y también el suave aroma de hamburguesa que aún encuentro en las almohadillas de mi gato; por eso me gusta tenerlo cerca y olisquear sus patillas, a pesar del riesgo que esto implica, lo vale. En aquel tiempo desnudaba mis últimas y más bajas extremidades, los dedos danzaban sin cesar en una especie de ritual libertario, así encontraba el balance entre la prisión del calzado y el descalzo. Entonces comenzaba a escribir. En aquella ocasión comencé Gatos Fuertes, una historia de aventuras gatunas, o lo que yo imaginaba serían las aventuras gatunas; batallas con feroces cucarachas, luchas con audaces ratoncillos o mortales enfrentamientos con peligrosas ratas de alcantarilla. Trataba de los peligros de la noche, desde el cliché del zapatazo hasta la parodia gatuna de Moisés Iván Mora en Anoche Soñé Contigo, película en la que Leticia Perdigón derrochaba su encanto sexual llevándonos al más pegajoso desenlace adolescente. Pero no desviemos el ímpetu, retomemos el camino. En un cuadernillo, muy lejano a un Moleskine, todo blanco y sin rayas, taché la publicidad de los forros y la sustituí con el título: Gatos Fuertes.
Una erizada silueta avanza con sigilo, se acerca con pequeños y rápidos brincos, su garra toca mi nariz por el resquicio de la puerta, el ojo estuvo cerca de ser alcanzado, ingenuo, pensé que la puerta podría protegerme. Tan grave fue mi error de juicio que vi en una bola de pelo gris a una tierna criatura y no un despiadado asesino.
Algo así iniciaban aquellas historias de violencia, ternura y depravación gatuna. Pero poco ha quedado en mi memoria de eso, sólo queda el papel impregnado con tinta, guardado en una caja de archivo muerto, en algún lugar de la casa. Tiempo después comencé a usar la computadora, menos romántica, más pragmática. Después el internet, una madre llamada Hi5 en la que me daba por subir fotos artística y abstractas, es decir puras mamadas. Después conocí singulares espacios para el texto, ubicuos en el universo digital. Accesibles literalmente cuando se me hinchara un huevo. Por ejemplo, Blogger, que sinceramente espero desaparezca, pero no lo hace y mientras no lo haga seguiré publicando aquí intermitente como la muerte. También nació WordPress. Y después Twitter que exigía la expresión de ideas en 140 caracteres, por eso me masturbaba escribiendo haikús y cuentos muy cortos, casi siempre copiados de aquí y allá.
Y fuera de esto, señora Lincoln, ¿disfrutó usted de la pieza? Carlos Monsiváis. (79 caracteres).
El principio de cada historia, escrita o no, se pierde en el desarrollo que no se escribe, tal vez por eso prefiero los cuentos cortos, en su mayoría copiados y pegados, llegar al final es más sencillo. Verbigracia. Tal vez hoy o mañana la decisión sea solo cosa del pasado. Eso escribía el hombre con el culo roto, apresurado por terminar y matar aquella mosca que no dejaba de rondar su grasoso cabello. Entonces puso el punto final en la palabra excipit. Excipit.

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