Me
duele el culo de estar sentado, se han terminado las uñas largas de las manos, tengo una raja de uña danzando entre la
lengua y el sarro de los dientes. Mordisquear las uñas de los pies no es buena
idea, de solo pensarlo me resulta asqueroso. No es lo mismo aquellos pies de
niño, de olor suave y color uniforme que los pies de olor agrio y color pardo
que ahora sostienen más de 100 kilos, sin mencionar la terca onicomicosis del
dedo gordo.
Recuerdo que cuando esto inició los pies de niño aún existían, y también el
suave aroma de hamburguesa que aún encuentro en las almohadillas de mi gato;
por eso me gusta tenerlo cerca y olisquear sus patillas, a pesar del riesgo que
esto implica, lo vale. En aquel tiempo desnudaba mis últimas y más bajas extremidades,
los dedos danzaban sin cesar en una especie de ritual libertario, así encontraba
el balance entre la prisión del calzado y el descalzo. Entonces comenzaba a
escribir. En aquella ocasión comencé Gatos Fuertes, una historia de aventuras
gatunas, o lo que yo imaginaba serían las aventuras gatunas; batallas con
feroces cucarachas, luchas con audaces ratoncillos o mortales enfrentamientos
con peligrosas ratas de alcantarilla. Trataba de los peligros de la noche,
desde el cliché del zapatazo hasta la parodia gatuna de Moisés Iván Mora en
Anoche Soñé Contigo, película en la que Leticia Perdigón derrochaba su encanto sexual
llevándonos al más pegajoso desenlace adolescente. Pero no desviemos el ímpetu,
retomemos el camino. En un cuadernillo, muy lejano a un Moleskine, todo blanco y
sin rayas, taché la publicidad de los forros y la sustituí con el título: Gatos
Fuertes.
Una erizada silueta avanza con sigilo, se acerca con pequeños y rápidos
brincos, su garra toca mi nariz por el resquicio de la puerta, el ojo estuvo
cerca de ser alcanzado, ingenuo, pensé que la puerta podría protegerme. Tan
grave fue mi error de juicio que vi en una bola de pelo gris a una tierna
criatura y no un despiadado asesino.
Algo así iniciaban aquellas historias de violencia, ternura y depravación
gatuna. Pero poco ha quedado en mi memoria de eso, sólo queda el papel
impregnado con tinta, guardado en una caja de archivo muerto, en algún lugar de
la casa. Tiempo después comencé a usar la computadora, menos romántica, más pragmática.
Después el internet, una madre llamada Hi5 en la que me daba por subir fotos
artística y abstractas, es decir puras mamadas. Después conocí singulares
espacios para el texto, ubicuos en el universo digital. Accesibles literalmente
cuando se me hinchara un huevo. Por ejemplo, Blogger, que sinceramente espero desaparezca,
pero no lo hace y mientras no lo haga seguiré publicando aquí intermitente como
la muerte. También nació WordPress. Y después Twitter que exigía la expresión
de ideas en 140 caracteres, por eso me masturbaba escribiendo haikús y cuentos muy
cortos, casi siempre copiados de aquí y allá.
Y fuera de esto, señora Lincoln, ¿disfrutó usted de
la pieza? Carlos Monsiváis. (79 caracteres).
El principio de cada historia, escrita o no, se pierde en el desarrollo que
no se escribe, tal vez por eso prefiero los cuentos cortos, en su mayoría copiados
y pegados, llegar al final es más sencillo. Verbigracia. Tal vez hoy o mañana
la decisión sea solo cosa del pasado. Eso escribía el hombre con el culo roto,
apresurado por terminar y matar aquella mosca que no dejaba de rondar su
grasoso cabello. Entonces puso el punto final en la palabra excipit. Excipit.
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