Dolores tiene ojos pequeños. Camina por la avenida. Las miradas se
encuentran, se desvían, se ignoran. Algunas persisten y concluyen en una
sonrisa. Dolores las devuelve por instinto o precaución. No olvida mostrar los dientes.
Es pequeña, mide casi un metro con cincuenta, es como un fantasma. Observa con
descaro, no da miedo, más bien enternece. Tiene más de cincuenta años y está
casada. Su esposo Juan no puede caminar, se mueve en dos ruedas, solo saber
comer y cagar, a veces platica con Dolores y le da besos. Ella sale a trabajar
temprano y regresa a las cuatro para comer, camina por la avenida. Su
refrigerador es grande, Dolores cabe completa, pero no es ella quien lo habita,
es su alimento, aquellas miradas mezquinas que no tolera, las que hacen daño,
las que miran mal.
Las miradas insulsas la persiguen. Ella las estudia,
las acecha y después las caza. Piensa que no deben existir las personas que
hacen daño con la mirada, es la ventana que muestra su maldad. El desprecio, el
asco, la indiferencia, hay muchos indicadores que denotan a un alma podrida,
llena de ira y soberbia.
Ella y su esposo Juan tienen
la obligación de aniquilarlas, de borrar su existencia que no hace bien a
nadie. Ella piensa que el Padre los eligió para esta labor, no es sencilla, no
cualquier humano es capaz de realizarla. Su idilio comenzó hace treinta y tres
años, cuando se conocieron en la iglesia, su amor superó las doctrinas hasta
crear una propia, en la que el Padre les habla directamente.
La primera redención fue la de la Madre Ana Eugenia. La Madre Ana era directora en una escuela
religiosa, cerca de la iglesia a la que asistían. Para su mala fortuna, cada
que salía se topaba con la desagradable coincidencia de la pasión entre Dolores y
Juan que no dejaban nada a la imaginación. Su mirada de asombro y desprecio
comenzó a lacerar el orgullo de los amantes, así como las palabras y acciones
de la Madre. Como si sus dioses fueran enemigos, y ellos el instrumento de venganza, concretaron su primera merienda, el cuerpo de la Madre Ana. La
religiosa era algo gordita y tuvieron que guardar algunas partes en el pequeño
refrigerador para ingerirlas después.
El castigo nunca existió,
tenían miedo de que el dios de la Madre Ana se vengara de ellos, azotándolos
con alguna desgracia o la policía, pero ninguna de las dos apareció en tres
meses. Tiempo que consideraron suficiente como prueba de fe. El dios de la
monja no era tan vengativo o tan poderoso. Tal vez ni siquiera existía.
Después fue el viejo
Braulio de la tienda de abarrotes, quien los miraba con asco y desprecio, decía
que olían mal; más de un par de veces los corrió del negocio.
En menos de un año ya
tenían definido su procedimiento, el cual parece infalible hasta ahora. Ellos
son los responsables de las desapariciones, ahora lo sé. Dolores me ha dicho que
los animalitos en su corral son para consumo, les gustan crudos, tienen más
sabor y su carne es tibia si se come rápido. Hay que comer y saciarse cuando su
cuerpo aún está caliente, tiene un sabor distinto, me ha dicho.
Hace unos años Juan empezó
a temblar de la nada, visitaron varios doctores y no supieron que le pasaba.
Ahora ya no puede caminar, está confinado a una silla de ruedas. Su mirada
vacía aún provoca miedo. Cada vez le cuesta más hablar. Dolores tiene que
proveer a ambos, saciar su apetito. Ahora es más difícil conseguir alimento sin
ayuda de Juan.
Ella camina en la
banqueta, buscando miradas hirientes, mezquinas o despreciables, cuando las
encuentra, su mirada brilla, se emociona. Las estudia, las persigue, las toma y
se las come con Juan. Es alimento para una semana.
Yo sé de qué está enfermo
Juan, está enfermo más allá del pecado, la naturaleza lo ha castigado, tiene el
kuru y no tiene remedio. Ayer se lo grité en su cara, le dije que estaba
enfermo para siempre y que pronto moriría, que eso le pasaba por pecar. Yo no
peco, me dijo, limpio el mundo, soy el carroñero de la fe, el pez diablo de
esta enorme pecera. Erradico la ira y la soberbia, limpio nuestro hábitat y tú
eres el desperdicio humano que debo engullir con la gula de mi penitencia.
El refrigerador puede
verse desde donde estoy, intuyo que aún tiene algunas cabezas, torsos y pies.
He gritado. He llorado. He tratado de morirme o abducirme en mis pensamientos.
Sé que pronto alguna parte de mí estará ahí, en ese cubo plateado.
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