lunes, 15 de enero de 2018

3. Pez diablo

Dolores tiene ojos pequeños. Camina por la avenida. Las miradas se encuentran, se desvían, se ignoran. Algunas persisten y concluyen en una sonrisa. Dolores las devuelve por instinto o precaución. No olvida mostrar los dientes. Es pequeña, mide casi un metro con cincuenta, es como un fantasma. Observa con descaro, no da miedo, más bien enternece. Tiene más de cincuenta años y está casada. Su esposo Juan no puede caminar, se mueve en dos ruedas, solo saber comer y cagar, a veces platica con Dolores y le da besos. Ella sale a trabajar temprano y regresa a las cuatro para comer, camina por la avenida. Su refrigerador es grande, Dolores cabe completa, pero no es ella quien lo habita, es su alimento, aquellas miradas mezquinas que no tolera, las que hacen daño, las que miran mal.
            Las miradas insulsas la persiguen. Ella las estudia, las acecha y después las caza. Piensa que no deben existir las personas que hacen daño con la mirada, es la ventana que muestra su maldad. El desprecio, el asco, la indiferencia, hay muchos indicadores que denotan a un alma podrida, llena de ira y soberbia.
            Ella y su esposo Juan tienen la obligación de aniquilarlas, de borrar su existencia que no hace bien a nadie. Ella piensa que el Padre los eligió para esta labor, no es sencilla, no cualquier humano es capaz de realizarla. Su idilio comenzó hace treinta y tres años, cuando se conocieron en la iglesia, su amor superó las doctrinas hasta crear una propia, en la que el Padre les habla directamente.
            La primera redención fue la de la Madre Ana Eugenia. La Madre Ana era directora en una escuela religiosa, cerca de la iglesia a la que asistían. Para su mala fortuna, cada que salía se topaba con la desagradable coincidencia de la pasión entre Dolores y Juan que no dejaban nada a la imaginación. Su mirada de asombro y desprecio comenzó a lacerar el orgullo de los amantes, así como las palabras y acciones de la Madre. Como si sus dioses fueran enemigos, y ellos el instrumento de venganza, concretaron su primera merienda, el cuerpo de la Madre Ana. La religiosa era algo gordita y tuvieron que guardar algunas partes en el pequeño refrigerador para ingerirlas después.
            El castigo nunca existió, tenían miedo de que el dios de la Madre Ana se vengara de ellos, azotándolos con alguna desgracia o la policía, pero ninguna de las dos apareció en tres meses. Tiempo que consideraron suficiente como prueba de fe. El dios de la monja no era tan vengativo o tan poderoso. Tal vez ni siquiera existía.
            Después fue el viejo Braulio de la tienda de abarrotes, quien los miraba con asco y desprecio, decía que olían mal; más de un par de veces los corrió del negocio.
            En menos de un año ya tenían definido su procedimiento, el cual parece infalible hasta ahora. Ellos son los responsables de las desapariciones, ahora lo sé. Dolores me ha dicho que los animalitos en su corral son para consumo, les gustan crudos, tienen más sabor y su carne es tibia si se come rápido. Hay que comer y saciarse cuando su cuerpo aún está caliente, tiene un sabor distinto, me ha dicho.
            Hace unos años Juan empezó a temblar de la nada, visitaron varios doctores y no supieron que le pasaba. Ahora ya no puede caminar, está confinado a una silla de ruedas. Su mirada vacía aún provoca miedo. Cada vez le cuesta más hablar. Dolores tiene que proveer a ambos, saciar su apetito. Ahora es más difícil conseguir alimento sin ayuda de Juan.
            Ella camina en la banqueta, buscando miradas hirientes, mezquinas o despreciables, cuando las encuentra, su mirada brilla, se emociona. Las estudia, las persigue, las toma y se las come con Juan. Es alimento para una semana.
         Yo sé de qué está enfermo Juan, está enfermo más allá del pecado, la naturaleza lo ha castigado, tiene el kuru y no tiene remedio. Ayer se lo grité en su cara, le dije que estaba enfermo para siempre y que pronto moriría, que eso le pasaba por pecar. Yo no peco, me dijo, limpio el mundo, soy el carroñero de la fe, el pez diablo de esta enorme pecera. Erradico la ira y la soberbia, limpio nuestro hábitat y tú eres el desperdicio humano que debo engullir con la gula de mi penitencia.
            El refrigerador puede verse desde donde estoy, intuyo que aún tiene algunas cabezas, torsos y pies. He gritado. He llorado. He tratado de morirme o abducirme en mis pensamientos. Sé que pronto alguna parte de mí estará ahí, en ese cubo plateado.

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