Ismael tiene miedo, tiene miedo de las naves espaciales, de sus rayos
letales, de la monstruosidad tecnológica hecha realidad, del ingenio humano y de
la ciencia ficción. Antes, cuando era niño le resultaba muy divertido, ahora es
una mierda que lo hace cagar de miedo. Y es así, porque, aunque quisiera orinarse esta vez ya no le queda más orina, la lleva en un frasco de muestra computarizado que la mantiene caliente como
si estuviera en la vejiga. Esos malditos robots voladores dan mucho miedo,
desearía un pañal para cagarse justo ahí en el eje siete, sin que todos esos
snobs se dieran cuenta que a su lado va un tipo cagado. Y pensar que estas
batallas entre robots gigantes eran cosa del cine y ahora son de todos los días.
La raíz del problema es milenaria, un cáncer que nunca pudo extirparse a tiempo
en la sociedad, el narcotráfico. La moda es ausentarse durante un mes mediante
una catalepsia en la que el cuerpo entra en reposo y no necesita comer ni
beber, es un placer aterrador que ha cautivado a las masas.
Ismael nunca quiso entrar en
ese mundo, no hay futuro en una industria donde la muerte no tiene dignidad, ser
atravesado por un rayo o aplastado entre los fierros de un robot está muy lejos
de lo terrenal. No hay heroísmo en morir asesinado por un ser mecánico en la guerra
de la estupidez. Ahora los capos ni siquiera pelean sus batallas, crearon esos
malditos robots gigantes sin conciencia ni alma, no se detienen, destruyen todo
a su paso, no tienen discriminación con sus objetivos o no quisieron que la
tuvieran. Disparan a diestra y siniestra, caen del cielo y empiezan a destruirlo
todo. Las autoridades con su armamento pueril se dedican a reducir los daños
colaterales, a acordonar las zonas de batalla, a detener el flujo humano y a
rezar para que ellos no sean el blanco.
A Ismael aún le falta un
largo tramo por recorrer y el frasco muestra de orina solo es efectivo durante seis horas. Él sigue atorado en el eje siete, agazapado en una esquina. El barrio japonés
está un poco más abajo. Uno de esos robots monstruos cae del cielo y empieza a
destruirlo todo, pelea contra otros dos. Ismael está desesperado.
Dicen que antes, al
principio de los tiempos, los días tenían veinticuatro horas, ahora tienen
veintiséis y no alcanzan para nada, el tiempo ha sido el peor invento humano. Las
batallas de los cerdos duran al menos un par de horas. Ismael tiene que
entregar su orina antes de las trece ya que la certificación es a las catorce.
No tiene más remedio que atravesar en medio de la batalla, el riesgo es alto,
una tonelada de metales lo puede aplastar sin contratiempos. Lo mueve su
orgullo de no ser parte de ese mundo, su vida tiene dignidad y es parte de algo
importante, de algo humano y dignificante.
El ruido es estrepitoso,
la extremidad del robot cae justo en la esquina, cerca de Ismael. Puede ver los
pistones, cables y componentes de la máquina de guerra que dispara proyectiles
de 50 milímetros como si fueran balines, lanza granadas y rayos cual demonio
que escupe fuego y destrucción. Sólo tiene una oportunidad para no ser aplastado
o atravesado. Decide correr a la siguiente esquina, aprovecha el escudo que hace
el robot con su cuerpo, no quiere ser otro muerto colateral. Antes de ponerse
en cubierto, un robot se levanta entre los escombros y lanza un misil directo
al armatoste de la esquina que cae y lo destruye todo. De no haber tomado la
decisión a tiempo estaría bajo toneladas de metal cercenado.
Incrédulo, mira la escena
desde la otra esquina, el robot se levanta con dificultad y se eleva súbitamente
con las turbinas quemándolo todo. Ahí estaría el cuerpo inerte de Ismael. No hay
tiempo que perder ni nada más que ver, tiene que salir corriendo de ahí lo
antes posible. Sobre su cabeza se escuchan las turbinas y los disparos que
siguen en el cielo, la plaza está caliente y los criminales la desean a
cualquier costo.
Un estrepitoso ruido lo
hace agazaparse en un recoveco. La pelea continúa unas cuadras a la izquierda.
Tiene suerte, no es en la dirección del barrio japonés. Sus piernas punzan de
excitación y cansancio, se mueven como las de un insecto en fuga, las siente
poderosas y las fuerza al límite, el barrio está cerca y corre como nunca en su
vida.
El arte culinario es de
los pocos que se ha preservado intactos a través de los miles de años
civilización humana. Los japoneses, gracias a su estricto control de
contaminación cultural, han logrado permanecer como un grupo cerrado, aunque
hay millones de ellos, se puede decir que la humanidad tiene dos razas, los
humanos y los japoneses. Desde el imperio japonés no ha existido mayor cultura
en este mundo, sus tradiciones son exquisitas y refinadas, lo mejor de lo
mejor. Las cirugías japonesas son la tendencia en el mercado estético y ni que
hablar de la comida. El ramen es la mayor creación culinaria de la humanidad,
no tiene parangón, se pagan millones de yencoins por un plato. Su evolución ha
sido exquisita, es tan delicada que solamente un verdadero maestro culinario puede
elaborarla y no cualquier paladar es capaz de apreciarla. La gastronomía es la
industria más grande después de la droga, incluso sobre el armamento. Ismael ha
tenido la oportunidad de ser parte de este mundo gastronómico, no puede morir
antes de hacer historia, el Kaikaya Rokkasen es el mejor restaurante de la
ciudad y tal vez del mundo, todo depende de que Ismael llegue a tiempo.
El Maestro Culinario reza
frente a la cruz del ungido. El Consejo no tiene piedad al calificar el ramen,
sólo así legitima y garantiza la mayor calidad de los alimentos, su decisión es
respetada en todo el mundo y más allá. Existe la leyenda de que un maestro
culinario, de los mejores, se suicidó cuando su ramen fue destrozado por los
implacables sommeliers del Consejo, y
antes de que se marcharan realizó el seppuku ante la estricta indiferencia el Consejo.
Ya se ve la fachada del Kaikaya
Rokkasen, las piernas de Ismael están por explotarle, la batalla se ha quedado
cuadras atrás, su dignidad ha ganado. Bueno, aún no, una calle lo separa de la
entrada de servicio, sólo debe tener cuidado al cruzar, mira a ambos lados de
la rúa. Un vehículo con el logotipo del Consejo se estaciona frente al
restaurante, quedan 30 minutos de burocracia los cuales son suficientes para su
misión. La cereza en el pastel o como se dice en el argot gourmet, la orina en
el ramen.
La temperatura perfecta,
la acidez y los sedimentos apenas perceptibles, hacen de su producto el mejor
del mercado.
El maestro culinario
encontró a Ismael en el baño de un bar cuando ahogaba sus penas de amor, su
novia acababa de dejarlo y llevaba unas cinco cervezas cuando el hombre se
acercó y le pregunto su edad. Al principio pensó que era un viejo pervertido
que buscaba algo de acción, pues miraba insistentemente su entrepierna, pero pronto
se dio cuenta que no era eso, miraba el mingitorio y como se iba la orina por el
desagüe. Le preguntó su edad, después le afirmó que se había tomado unos 1600
mililitros de cerveza y la marca. Le dijo que su orina era tan trasparente y
armónica que cada componente podía ser perfectamente perceptible y a su vez armonizado
con los demás. Tienes un maldito sistema renal perfecto, le dijo. Desde ese
momento Ismael se convirtió en su proveedor exclusivo. Esto sucedió hace un par
de meses y desde entonces hasta hoy, su dieta líquida ha sido controlada por el Maestro, cientos de pruebas hasta lograr la consistencia perfecta.
La práctica de la orina es
muy común en el arte culinario desde hace cientos de años, de esta manera se
han logrado los mejores sabores del mundo, significa humanizar los alimentos, compartir
la identidad biológica de nuestra especie, es una firma particular e
irrepetible en cada platillo, es el sello del artista que corona la catarsis
durante la sublimación del espíritu en un sorbo de sopa caliente.
La puerta de servicio está
a sólo unos metros de Ismael, una mancha roja con un agujero al centro se
dibuja en el metal blanco. Le falta el aire a Ismael. Un espasmo fresco le
atraviesa la nuca, se vuelve cálido y desborda por sus hombros. Incrédulo
confirma que la sangre de su cuerpo se escapa a borbotones y al ritmo de su
corazón, se le nubla la vista y su cuerpo cae frente a la puerta blanca que se
desvanece en la oscuridad.
El ruido alerta al
personal que espera a Ismael y salen por la puerta de servicio a recibirlo, lo
que encuentran es un cuerpo sobre un charco de sangre, a su lado está el
frasco muestra de orina. El Maestro ha salido a ver la tragedia, lo mira parco, no
hay tiempo que perder, la evaluación del consejo está por comenzar.
El sistema computarizado del frasco muestra los niveles correctos, como si aún se encontrara en la vejiga de Ismael, limpian con
cuidado la sangre y vierten los mililitros exactos en el ramen, los meses de
trabajo han dictado las porciones precisas. El platillo está listo, el montaje
es sobrio, lo que promete un sabor memorable. Los sommeliers del Consejo
prueban uno a uno el delicado platillo que se desliza por la banda de la mesa.
El Maestro, sentado frente a ellos, muestra su rostro inmune a la presión, sólo
sus ojos delatan la impaciencia por descubrir algún signo negativo en alguno de
los miembros del Consejo, los cuales parecen tener el mismo entrenamiento de
camuflaje sentimental que el Maestro.
Los miembros del Consejo
permanecen en silencio, ninguno hace o dice nada. Este momento dura tres
minutos. Si nadie expresa algo, se da por concluido y aceptado el ramen como
perfecto, la mayor distinción culinaria del planeta. El silencio es sepulcral,
los mozos y algunos exclusivos comensales, esperan desde sus lugares la
deliberación, el cuerpo de Ismael que yace sobre el charco de sangre también parece
esperar la decisión antes de terminar con el drenado del líquido hemático.
El Maestro
culinario dirige su vista al cronómetro del Consejo, han pasado dos minutos con
cuarenta segundos. Los párpados están a punto de ser rebasados por las lágrimas
que inundan sus ojos. Finalmente lo hacen cuando el cronómetro del Consejo
avisa con un pitido largo que han pasado tres minutos. La algarabía no se hace
esperar, las hurras, los brindis, las risas y la felicidad inundan el
restaurante, ahora el mejor del mundo. La fiesta es total, sólo los miembros
del Consejo y el Maestro parecen vacunados contra esa pandemia, los primeros se
levantan y hacen una flexión para agradecer y despedirse del maestro quien
permanece sentado con el rostro empapado en llanto. Si pudiéramos entrar en sus
pensamientos descubriríamos que no llora de felicidad sino de tristeza, no por
el desdichado Ismael víctima de la guerra de traficantes, sino porque la mayor
creación de su vida no podrá repetirse jamás… al menos que por fin anuncien la
clonación esquemática de órganos. Aún puede recuperar el maldito sistema
renal perfecto. La esperanza se dibuja en su rostro, no hay tiempo que perder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario