lunes, 8 de enero de 2018

2. Ramen

Ismael tiene miedo, tiene miedo de las naves espaciales, de sus rayos letales, de la monstruosidad tecnológica hecha realidad, del ingenio humano y de la ciencia ficción. Antes, cuando era niño le resultaba muy divertido, ahora es una mierda que lo hace cagar de miedo. Y es así, porque, aunque quisiera orinarse esta vez ya no le queda más orina, la lleva en un frasco de muestra computarizado que la mantiene caliente como si estuviera en la vejiga. Esos malditos robots voladores dan mucho miedo, desearía un pañal para cagarse justo ahí en el eje siete, sin que todos esos snobs se dieran cuenta que a su lado va un tipo cagado. Y pensar que estas batallas entre robots gigantes eran cosa del cine y ahora son de todos los días. La raíz del problema es milenaria, un cáncer que nunca pudo extirparse a tiempo en la sociedad, el narcotráfico. La moda es ausentarse durante un mes mediante una catalepsia en la que el cuerpo entra en reposo y no necesita comer ni beber, es un placer aterrador que ha cautivado a las masas.
            Ismael nunca quiso entrar en ese mundo, no hay futuro en una industria donde la muerte no tiene dignidad, ser atravesado por un rayo o aplastado entre los fierros de un robot está muy lejos de lo terrenal. No hay heroísmo en morir asesinado por un ser mecánico en la guerra de la estupidez. Ahora los capos ni siquiera pelean sus batallas, crearon esos malditos robots gigantes sin conciencia ni alma, no se detienen, destruyen todo a su paso, no tienen discriminación con sus objetivos o no quisieron que la tuvieran. Disparan a diestra y siniestra, caen del cielo y empiezan a destruirlo todo. Las autoridades con su armamento pueril se dedican a reducir los daños colaterales, a acordonar las zonas de batalla, a detener el flujo humano y a rezar para que ellos no sean el blanco.
            A Ismael aún le falta un largo tramo por recorrer y el frasco muestra de orina solo es efectivo durante seis horas. Él sigue atorado en el eje siete, agazapado en una esquina. El barrio japonés está un poco más abajo. Uno de esos robots monstruos cae del cielo y empieza a destruirlo todo, pelea contra otros dos. Ismael está desesperado.
            Dicen que antes, al principio de los tiempos, los días tenían veinticuatro horas, ahora tienen veintiséis y no alcanzan para nada, el tiempo ha sido el peor invento humano. Las batallas de los cerdos duran al menos un par de horas. Ismael tiene que entregar su orina antes de las trece ya que la certificación es a las catorce. No tiene más remedio que atravesar en medio de la batalla, el riesgo es alto, una tonelada de metales lo puede aplastar sin contratiempos. Lo mueve su orgullo de no ser parte de ese mundo, su vida tiene dignidad y es parte de algo importante, de algo humano y dignificante.
            El ruido es estrepitoso, la extremidad del robot cae justo en la esquina, cerca de Ismael. Puede ver los pistones, cables y componentes de la máquina de guerra que dispara proyectiles de 50 milímetros como si fueran balines, lanza granadas y rayos cual demonio que escupe fuego y destrucción. Sólo tiene una oportunidad para no ser aplastado o atravesado. Decide correr a la siguiente esquina, aprovecha el escudo que hace el robot con su cuerpo, no quiere ser otro muerto colateral. Antes de ponerse en cubierto, un robot se levanta entre los escombros y lanza un misil directo al armatoste de la esquina que cae y lo destruye todo. De no haber tomado la decisión a tiempo estaría bajo toneladas de metal cercenado.
            Incrédulo, mira la escena desde la otra esquina, el robot se levanta con dificultad y se eleva súbitamente con las turbinas quemándolo todo. Ahí estaría el cuerpo inerte de Ismael. No hay tiempo que perder ni nada más que ver, tiene que salir corriendo de ahí lo antes posible. Sobre su cabeza se escuchan las turbinas y los disparos que siguen en el cielo, la plaza está caliente y los criminales la desean a cualquier costo.
            Un estrepitoso ruido lo hace agazaparse en un recoveco. La pelea continúa unas cuadras a la izquierda. Tiene suerte, no es en la dirección del barrio japonés. Sus piernas punzan de excitación y cansancio, se mueven como las de un insecto en fuga, las siente poderosas y las fuerza al límite, el barrio está cerca y corre como nunca en su vida.
            El arte culinario es de los pocos que se ha preservado intactos a través de los miles de años civilización humana. Los japoneses, gracias a su estricto control de contaminación cultural, han logrado permanecer como un grupo cerrado, aunque hay millones de ellos, se puede decir que la humanidad tiene dos razas, los humanos y los japoneses. Desde el imperio japonés no ha existido mayor cultura en este mundo, sus tradiciones son exquisitas y refinadas, lo mejor de lo mejor. Las cirugías japonesas son la tendencia en el mercado estético y ni que hablar de la comida. El ramen es la mayor creación culinaria de la humanidad, no tiene parangón, se pagan millones de yencoins por un plato. Su evolución ha sido exquisita, es tan delicada que solamente un verdadero maestro culinario puede elaborarla y no cualquier paladar es capaz de apreciarla. La gastronomía es la industria más grande después de la droga, incluso sobre el armamento. Ismael ha tenido la oportunidad de ser parte de este mundo gastronómico, no puede morir antes de hacer historia, el Kaikaya Rokkasen es el mejor restaurante de la ciudad y tal vez del mundo, todo depende de que Ismael llegue a tiempo.
            El Maestro Culinario reza frente a la cruz del ungido. El Consejo no tiene piedad al calificar el ramen, sólo así legitima y garantiza la mayor calidad de los alimentos, su decisión es respetada en todo el mundo y más allá. Existe la leyenda de que un maestro culinario, de los mejores, se suicidó cuando su ramen fue destrozado por los implacables sommeliers del Consejo, y antes de que se marcharan realizó el seppuku ante la estricta indiferencia el Consejo.
            Ya se ve la fachada del Kaikaya Rokkasen, las piernas de Ismael están por explotarle, la batalla se ha quedado cuadras atrás, su dignidad ha ganado. Bueno, aún no, una calle lo separa de la entrada de servicio, sólo debe tener cuidado al cruzar, mira a ambos lados de la rúa. Un vehículo con el logotipo del Consejo se estaciona frente al restaurante, quedan 30 minutos de burocracia los cuales son suficientes para su misión. La cereza en el pastel o como se dice en el argot gourmet, la orina en el ramen.
            La temperatura perfecta, la acidez y los sedimentos apenas perceptibles, hacen de su producto el mejor del mercado.
            El maestro culinario encontró a Ismael en el baño de un bar cuando ahogaba sus penas de amor, su novia acababa de dejarlo y llevaba unas cinco cervezas cuando el hombre se acercó y le pregunto su edad. Al principio pensó que era un viejo pervertido que buscaba algo de acción, pues miraba insistentemente su entrepierna, pero pronto se dio cuenta que no era eso, miraba el mingitorio y como se iba la orina por el desagüe. Le preguntó su edad, después le afirmó que se había tomado unos 1600 mililitros de cerveza y la marca. Le dijo que su orina era tan trasparente y armónica que cada componente podía ser perfectamente perceptible y a su vez armonizado con los demás. Tienes un maldito sistema renal perfecto, le dijo. Desde ese momento Ismael se convirtió en su proveedor exclusivo. Esto sucedió hace un par de meses y desde entonces hasta hoy, su dieta líquida ha sido controlada por el Maestro, cientos de pruebas hasta lograr la consistencia perfecta.
            La práctica de la orina es muy común en el arte culinario desde hace cientos de años, de esta manera se han logrado los mejores sabores del mundo, significa humanizar los alimentos, compartir la identidad biológica de nuestra especie, es una firma particular e irrepetible en cada platillo, es el sello del artista que corona la catarsis durante la sublimación del espíritu en un sorbo de sopa caliente.
            La puerta de servicio está a sólo unos metros de Ismael, una mancha roja con un agujero al centro se dibuja en el metal blanco. Le falta el aire a Ismael. Un espasmo fresco le atraviesa la nuca, se vuelve cálido y desborda por sus hombros. Incrédulo confirma que la sangre de su cuerpo se escapa a borbotones y al ritmo de su corazón, se le nubla la vista y su cuerpo cae frente a la puerta blanca que se desvanece en la oscuridad.
            El ruido alerta al personal que espera a Ismael y salen por la puerta de servicio a recibirlo, lo que encuentran es un cuerpo sobre un charco de sangre, a su lado está el frasco muestra de orina. El Maestro ha salido a ver la tragedia, lo mira parco, no hay tiempo que perder, la evaluación del consejo está por comenzar.
            El sistema computarizado del frasco muestra los niveles correctos, como si aún se encontrara en la vejiga de Ismael, limpian con cuidado la sangre y vierten los mililitros exactos en el ramen, los meses de trabajo han dictado las porciones precisas. El platillo está listo, el montaje es sobrio, lo que promete un sabor memorable. Los sommeliers del Consejo prueban uno a uno el delicado platillo que se desliza por la banda de la mesa. El Maestro, sentado frente a ellos, muestra su rostro inmune a la presión, sólo sus ojos delatan la impaciencia por descubrir algún signo negativo en alguno de los miembros del Consejo, los cuales parecen tener el mismo entrenamiento de camuflaje sentimental que el Maestro.
            Los miembros del Consejo permanecen en silencio, ninguno hace o dice nada. Este momento dura tres minutos. Si nadie expresa algo, se da por concluido y aceptado el ramen como perfecto, la mayor distinción culinaria del planeta. El silencio es sepulcral, los mozos y algunos exclusivos comensales, esperan desde sus lugares la deliberación, el cuerpo de Ismael que yace sobre el charco de sangre también parece esperar la decisión antes de terminar con el drenado del líquido hemático.
      El Maestro culinario dirige su vista al cronómetro del Consejo, han pasado dos minutos con cuarenta segundos. Los párpados están a punto de ser rebasados por las lágrimas que inundan sus ojos. Finalmente lo hacen cuando el cronómetro del Consejo avisa con un pitido largo que han pasado tres minutos. La algarabía no se hace esperar, las hurras, los brindis, las risas y la felicidad inundan el restaurante, ahora el mejor del mundo. La fiesta es total, sólo los miembros del Consejo y el Maestro parecen vacunados contra esa pandemia, los primeros se levantan y hacen una flexión para agradecer y despedirse del maestro quien permanece sentado con el rostro empapado en llanto. Si pudiéramos entrar en sus pensamientos descubriríamos que no llora de felicidad sino de tristeza, no por el desdichado Ismael víctima de la guerra de traficantes, sino porque la mayor creación de su vida no podrá repetirse jamás… al menos que por fin anuncien la clonación esquemática de órganos. Aún puede recuperar el maldito sistema renal perfecto. La esperanza se dibuja en su rostro, no hay tiempo que perder. 

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